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VIAJE PARA PERDERSE EN EL INTERIOR DE UNO MISMO EL HUFFINGTON POST


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Seguro que te has planteado alguna vez levantarte un día, coger lo justo e irte de viaje solo o a refugiarte por un tiempo en algún lugar mágico donde poder desconectar de tu propia vida. La verdad es que el día a día en un mundo tan cambiante y que evoluciona tan rápidamente termina por ser extenuante, y el reloj que sincroniza nuestra vida con nosotros mismos va tan pasado de frenada que acabamos totalmente agotados. Tanto, y muchas veces tan agobiados, que creemos sucumbir a su propio peso; al peso de las responsabilidades, de las expectativas, de las rutinas, los deseos, las frustraciones...y nos dejamos lo básico y más importante para el final: nosotros.
2016-12-19-1482170150-3414996-IMG_20161031_091551.jpgLlega un momento en que sentimos la necesidad de parar para volver a sentirnos. O de movernos, tanto da, siempre que el viaje, en parada o en movimiento, se emprenda en la dirección correcta: uno mismo. Sentimos la obligación de darnos unas vacaciones de nuestras vidas, de alejarnos de la rueda de hámster en la que se convierten nuestras rutinas, del hámster en el que éstas nos convierten a nosotros. Llámalo como quieras: tomarse un Kit-Kat, momento espiritual, soplo divino, crisis emocional, personal, los años..., Cada uno tiene sus convicciones, sus intereses y su momento. Pero todos hemos sentido esa necesidad de decir "para, que me bajo"; esa necesidad de huida y de reencuentro a la misma vez.
Así que no es de extrañar que, con estos antecedentes, en una época donde cada minuto cuenta (no sabemos muy para qué, pero cuenta, y nos angustiamos porque no llegamos a todo), se perciban como una necesidad las técnicas de relajación, las curas de silencio, los retiros espirituales, de meditación, de yoga, religiosos o de ayahuasca, allá cada uno con sus preferencias; que entendamos como una necesidad reducir la velocidad. A veces la magia se encuentra en un viaje tan especial que termina por convertirse casi en iniciático. Otras en la experiencia de un retiro que te aleja de todo y te acerca a lo esencial. Pero sea cual sea el camino escogido, al final la meta es la misma: la vivencia en sí y el reencuentro con ese yo que teníamos un tanto abandonado. En definitiva, desconectar de la tediosa rutina diaria y dedicarnos un poco de tiempo a escucharnos y sentirnos.
Hace un par de años un buen amigo hizo un viaje al Nepal. El viaje, por supuesto, fue toda una experiencia. Una vivencia única. Llegó a Katmandú, contrató un guía y atravesó el Himalaya hasta el campamento base del Everest en un trekking de ensueño. Luego volvió de nuevo a su vida, después de haberse dado esa cura de zapatillas por aquellas inmensidades, tocar el cielo con los dedos y de viajar al corazón de sus tinieblas. Cuando regresó no era el mismo, el viaje le había cambiado. Se había reconciliado consigo mismo y con el mundo; al menos con el mundo que tanto daño le había hecho antes de su partida y le dejó al borde de una depresión, totalmente desgastado. Ese fue su momento. El momento de realizar el viaje que llevaba soñando con hacer desde hacía muchos años y posponiendo continuamente, acuciado por las obligaciones. La excusa perfecta para vivir aquella experiencia y superar sus problemas. Sabía que el viaje iba a marcarle, pero no podía imaginar que lo haría de aquel modo. Y así fue. Su actitud no era la misma; incluso físicamente era diferente.
Es lo que tienen las travesías, los viajes, a pie o en bicicleta, donde lo que importa no es tanto llegar, sino sentir el camino, sentir el paisaje y sus gentes, sentirse a uno mismo. Algo que sucede en cualquier viaje de esas características (el Camino de Santiago o la Vía de la Plata, por ejemplo, o cualquier travesía o excursión larga donde las soledades sean compañeras de viaje), no sólo en viajes míticos como el de mi amigo.

Pensaba en él y en todo ello durante los días que pasé alojado en una hospedería monástica, la del monasterio de Santa María de Huerta, en Soria. Llevaba mucho tiempo con ganas de hacer un retiro de esa naturaleza, no tanto para reencontrarme conmigo mismo (por suerte me soporto razonablemente bien), sino por experimentar una realidad diferente donde las emociones, tan adaptadas como están a la cotidianidad de nuestros días, pudieran expresarse de forma distinta y descubrir nuevas sensaciones. Y vaya si ha sido así. Me ha parecido una de las vivencias más sugerentes y recomendables que he tenido en mucho tiempo. La soledad es una excelente compañera de camino para ordenar los armarios de tus adentros, pensar, escribir...En definitiva, para dedicarte un tiempo. No te hace falta hábito, te aseguro que este no hace al monje. Tan sólo ropa cómoda y actitud, mucha actitud, para un viaje diferente.
Hay más de 500 monasterios repartidos por toda la geografía en los que puedes alojarte. Más de 500 oportunidades para emprender una travesía que combina el viaje interior y exterior; para vivir la experiencia del silencio y el recogimiento en un espacio lleno de espiritualidad, idóneo para la reflexión, aclarar las ideas y participar, si es eso lo que buscas, no hay obligación, de los oficios espirituales de quienes lo habitan. Eso sí, si buscas comodidades (jacuzzi, wifi, televisión...) este no es tu sitio. Las habitaciones son austeras, pero dignísimas; la comida sencilla, pero exquisita, la misma que comen los monjes; y participas en sencillas tareas diarias como poner y quitar la mesa, fregar los platos o pasar el cepillo después de comer. Cada monasterio tiene su protocolo de funcionamiento interno, independientemente de la regla que rija la orden a la que pertenezcan. Y todos son edificios históricos. Sentir el peso de los siglos en sus espacios, la pátina de espiritualidad que impregna cada una de sus piedras, pasear sus claustros o cualquiera de sus rincones al anochecer, es un lujo al alcance de la mano y de cualquier bolsillo (36€ el día, incluidas comidas, con un máximo de días de estancia).

Calatayud (la población más grande y cercana a 'mi' monasterio, viniendo desde la costa) fue mi Katmandú en Aragón y los Monegros su Himalaya. Ya sé que suena menos glamuroso y hipster que el de mi amigo (y por supuesto que no comparo la monumentalidad de su viaje con mi experiencia) pero la población hizo igualmente, como aquella, las veces de parada obligatoria en mi viaje antes de llegar a mi destino, hasta mi campamento base en las faldas del Everest: Santa María de Huerta. No hace falta buscar en lo más profundo del horizonte lo que podemos encontrar a la vuelta de la esquina, si lo que buscamos, obviamente, no es el viaje de tu vida, sino un lugar de recogimiento y una experiencia única.
Tal vez a los monasterios y conventos les haga falta una actualización de software, un Richard Gere que les quite el olor de naftalina y los actualice (como ha hecho con la meditación y el budismo), que los ponga en el mapa de los retiros que molan, de los viajes que también se envidian. O tal vez no. Tal vez sea mejor que se queden como están, resguardados de la masificación, con su aura demodé y anticuada, pero cargada de vitaminas para el alma y de una singularidad difícil de encontrar en otro lugar.
Me vine con la mochila de las sensaciones cargada a tope y con un buen rollo instalado en mi interior que aún hoy no se me ha ido, por más que las rutinas de mi día a día me han sacudido en este tiempo. No es que saliera de allí nuevo. Pero tampoco más viejo. Viví la experiencia, que ya es bastante. Y me pareció perfecta. Digna de repetir. Digna de recomendar.
También me traje la receta de una exquisita mermelada que preparaban los monjes con las frutas de su huerto. Una mermelada de café: Mermelada de Clausura (así la llamamos en este blog). La confitura del alma que despeja de todo y nos mantiene despiertos. Una mermelada con un sabor tan dulce y sutil que casi, casi te parecerá celestial.

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