Ibrahim Wattara busca una segunda oportunidad en la vida tras llegar en patera a Motril. /
Ramón L. Pérez
Ibrahim y Esperanza salieron con 18 años de un centro de menores
para enfrentarse al mundo | Él llegó en patera a Motril con 17 años y a
esa misma edad ella perdió a su abuela, quien la cuidaba tras la muerte
de su joven madre cuatro años antes
Ibrahim Wattara nació en Bamako (Mali) el 19 de julio de 1992, en una
familia que muy pronto perdió al padre para siempre. De chavalito,
Ibrahim se marchó a vivir con su hermano mayor, lejos de la protección
materna. Ha pasado una década de aquello y en perfecto español y con un
habla sosegada no abunda demasiado en su etapa africana y solo esboza
que terminó por cruzar la frontera hacia Argelia, al norte de su país,
con la idea de pisar Europa en busca de un futuro mejor. «Era muy joven y
no sabía muy bien qué hacía. Había guerra en Libia y mi situación se
complicó, porque en realidad pensé al principio en ir a Italia». El
destino es incontrolable, especialmente cuando la clandestinidad, la
adolescencia y las mafias juegan sus cartas a las anchas en la biografía
de un crío.
La siguiente fotografía es la de una patera arribando a Motril,
procedente de Nador (Marruecos). Con suerte, en ella llegó sano y salvo
Ibrahim, un chaval de 17 años que pronto pasó a manos de la Junta de
Andalucía. Era un ‘mena’ más, como se conoce en el argot. Un menor no
acompañado. «No pensaba lo que hacía. No pasé miedo en la patera porque
no reflexionaba sobre la gravedad del asunto. Antes había estado nueve
meses durmiendo en un bosque y en cuevas...», apostilla el joven detrás
del mostrador de su frutería en Armilla, en el área metropolitana de
Granada.
Ibrahim comparte piso con un compatriota en el popular barrio de La
Chana, en la capital, y se levanta religiosamente a las 4,30 de la
mañana para acudir al mercado de mayoristas. Desde hace dos años que
inauguró su modesto negocio, apenas ha cogido vacaciones. «No quiero
endeudarme. Voy comiendo de mi frutería, que se llama Hermanos de Leche y
tiene repartos a domicilio. Mi única aspiración es mejorar algo mi
economía», arguye el joven autónomo, quien no ha visitado a sus seis
hermanos, residentes en Mali, desde que llegó hace seis años a España,
aunque mantiene contacto con ellos regularmente y tiene grabada a fuego
en su mente la idea de escaparse a verlos en cuanto pueda. Siempre con
billete de vuelta.
En sus papeles dice que Ibrahim Wattara ya posee residencia de
trabajo, pero está tramitando la residencia de larga duración en la UE,
lo que le reportaría cinco años de tranquilidad administrativa, además
de poder desplazarse por los países del Viejo Continente sin problema
alguno.
«Das con buenas personas»
El chaval que un día se jugó la vida en una patera de la que miles de
seres humanos no salen indemnes, ha pasado por numerosos centros de
menores e instituciones de Granada, como el Ángel Ganivet, el Bermúdez
de Castro, el programa de mayoría de edad de la Ciudad de los niños o el
Labora, de la fundación Diagrama. «En ese camino me he encontrado de
todo, pero si tú eres respetuoso y buena persona das con buenas
personas. Hay profesores y monitores que me han ayudado mucho. Mantengo
bastantes amigos del colegio donde estudié», explica este exalumno del
centro Amor de Dios, donde se graduó con notable de la ESO.
Ibrahim lleva lo del esfuerzo tatuado en su oscura piel. Habla
perfectamente español, inglés y francés. Posee el carnet de conducir, el
de manipulador de alimentos, hizo un curso de reparador de calefacción y
agua caliente, otro de energía solar y prácticas de reponedor de
hipermercado.
«El chico siempre tenía en mente montar su propio negocio, de hecho
empezó a conocer el sector ya que trabajó durante mucho tiempo
descargando camiones de manera esporádica en el Merca Granada,
levantándose todos los días a las cuatro de la mañana, así hizo
contactos y conoció cómo funcionaba el sector de venta de frutas, lo que
le llevó a poder montar su pequeño negocio», explican desde la Junta de
Andalucía.
Ibrahim se despide agradecido y no cuenta que con cierta regularidad
envía pequeñas cantidades de dinero a Mali, donde se reciben como
grandes ayudas. «Es uno de los pocos casos de un joven que ha sido
tutelado y que pensaron en hacerse autónomos, además de un claro ejemplo
de que pese a contar con muy pocos recursos o casi ninguno, si se
quiere realmente algo, se puede», se despiden sus mentores.
Esperanza Lechuga quiere trabajar en Granada de cuidadora.
Esperanza Lechuga Marín no se echó al mar, su historia de dolor se
cimentó sobre tierra firme. Ella nació en verano de 1994, en Granada.
Ahora tiene 20 años y pisó por primera vez un centro de menores de la
Junta de Andalucía con 17, después de que su abuela, quien la cuidaba
tras la muerte de su madre, también falleciera. La chica tiene otra
hermana de 16 años, que aún reside en el centro Ciudad de los Niños. Con
su padre no tiene ninguna relación ni acierta a decir palabras
positivas sobre él. «Cuando mi madre falleció, hace siete años, por una
negligencia médica, me disloqué y mi abuela tuvo mucha paciencia. Luego
ella también murió. Lloro mucho todavía», sentencia.
La familia materna de Esperanza reside en Jódar, así que el único
centro de menores donde estuvo la joven fue San José de la Montaña, en
Andújar, desde finales de 2011 hasta que cumplió la mayoría de edad.
Entonces regresó a Granada, a un piso propiedad de sus progenitores en
Almanjáyar. Vivía en su barrio de siempre y participó en el programa
Labora, de la fundación Diagrama, destinado a jóvenes extutelados. «Mi
orientador me ayuda mucho aún hoy día y me va guiando», apostilla la
granadina, que se sacó la ESO y acaba de completar un ciclo formativo de
grado medio de Atención Sociosanitaria en el IES Pedro Soto de Rojas de
la capital.
Quienes la han acompañado en los últimos años de su vida, mentores y
profesores, explican: «Esperanza es un chica que pese a su juventud –a
través de su formación y experiencia profesional– ha adquirido las
competencias sociales y profesionales necesarias para desenvolverse en
el mercado laboral. Pese a sus dificultades y un entorno familiar muy
poco propicio ha sabido aprovechar todo aquello que se le ha presentado,
asumiendo desde muy temprana edad las riendas de su vida».
Ella habla con calma y narra que de manera esporádica cuida a
personas mayores. Esperanza reside en la localidad de Linares, de donde
es su novio,
pero sueña con volver a Granada, donde están sus amigos de siempre, a
trabajar a tiempo completo de lo suyo. «Quiero cuidar ancianos, niños
dependientes. Ojalá alguien me dé un empleo... Fui auxiliar sanitario en
una residencia de mayores, personal de servicio doméstico y cuidadora
de personas mayores en un domicilio particular», secuencia la joven,
quien valora positivamente su paso por el centro de menores. «Me iría
otra vez, me ayudaron mucho y eso que yo tenía miedo al principio», se
ríe. De las carencias de afecto y de la soledad podría hablar horas y
horas, pero la meta más inmediata de esta veinteañera es trabajar en
Granada y poder mantenerse bien económicamente, por eso se está
preparando las oposiciones de celador de la Junta.
Esperanza e Ibrahim son el vivo ejemplo de que cada vez llegan
chavales de más edad a los centros de protección de menores, por
situaciones similares a las suyas. «El perfil de atendidos en las
residencias se ha transformado significativamente durante los últimos
años, especialmente por el aumento de la edad media, que ha pasado a ser
de entre 14 a 18 años», concluye Higinio Almagro, delegado de Igualdad,
Salud y Políticas Sociales.
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