DE LA PATRIA A LA MATRIA EL HIFFINGTON. POST
"Pedir perdón exige más valentía que disparar un arma, que accionar una bomba. Eso lo hace cualquiera. Basta con ser joven, crédulo y tener la sangre caliente".El concepto "paz social" con el que se cierra el artículo 10.1 de nuestra Constitución es uno de esos que tanto se prestan a múltiples interpretaciones y, por tanto, a debates y discusiones que con frecuencia acabamos leyendo solo quienes nos dedicamos profesionalmente a la investigación jurídico-constitucional. Los límites de estas visiones derivan, entre otras cosas, del presupuesto erróneo del que suelen partir todos los saberes y, muy especialmente, los vinculados a las Ciencias Sociales y Jurídicas. Me refiero al dominio absoluto de la razón, entendida en términos patriarcales y androcéntricos, y por lo tanto sujeta a las estreches de unos paradigmas que: a) no suelen tener presentes las experiencias y miradas de la mitad femenina de la Humanidad; b) excluyen lo emocional como expresión devaluada de un modelo de subjetividad que se estima incapaz de elevarse a lo universal. De esta manera, la mayoría de las cuestiones ligadas a la dimensión axiológica de la democracia quedan en suspenso o, en el mejor de los casos, prisioneras de explicaciones que pueden valer para la discusión de una tesis doctoral, pero no para ser proyectadas en prácticas sociales que nos hagan más humanos.
De ahí que entienda que una de las grandes cuestiones pendientes en el ámbito del conocimiento tiene que ver con el reconocimiento de la dimensión emocional de las personas y con cómo son justamente las emociones las que nos mueven a actuar éticamente. Es decir, con sentido de la responsabilidad hacia aquellos con quienes convivimos y, en general, hacia el mundo que nos ha tocado vivir. Solo desde esa dimensión es posible llegar a un adecuado entendimiento de conceptos tan básicos como la dignidad, los derechos humanos o los que hemos definido como valores superiores de nuestro ordenamiento.
Esa es precisamente una de las claves políticas que nos sugiere la excepcional última novela de Fernando Aramburu. Patria, escrita con el pulso de un narrador que sabe bien cómo interpelarnos sin que nos sintamos agredidos y que nos remueve las tripas sin provocarnos náuseas sino más bien nutriéndonos, nos sitúa en la dimensión más puramente personal y emocional del conflicto que durante décadas ha sufrido la sociedad vasca. Lo hace a través de un relato que confirma la histórica sentencia feminista que nos dice que "lo personal es político" y que nos demuestra, sin ánimo de juzgar ni mucho menos de adoctrinar, que en conflictos como el vasco todas y todos son víctimas. Con distintos niveles de responsabilidad, con diversos grados de reproche moral y en su caso jurídico, por supuesto, pero todas y todos, los de una y otra parte, acaban siendo animales heridos que sobreviven metidos en una jaula. Las protagonistas del libro son mujeres y hombres a quienes los barrotes condicionan sus proyectos vitales, su salud emocional, sus afectos y, por supuesto, su capacidad para mirar hacia adelante. Sus mochilas son tan pesadas que difícilmente pueden alzar el vuelo desde una tierra que acaba convertida en fango, para unos y para otros.
Patria nos da pues una radical lección sobre cómo deberíamos ir reparando daños, acercando orillas.La patria de la que nos habla Aramburu no es otra que la que pone puertas al campo, la que se apoya en mecanismos de inclusión que inevitablemente generan exclusión, la que seduce a los más vulnerables con dogmas que parecen salvar del desconcierto y la que suele ser administrada por varones que ponen gustosamente a prueba su hombría constantemente. La patria como gobierno de los padres -del que por supuesto también participan mujeres-, que son incapaces de asumir, llegado el momento, su fragilidad, y a los que además suelen faltarle cojones para alzar la voz cuando ven cómo a su alrededor se extiende la barbarie.
No es casual, por tanto, que en la novela los puentes sean tendidos por dos mujeres: las que desde su condición de extrema debilidad se empoderan más allá de las fronteras y tejen vendas con las que sí que es posible ir sanando las heridas. Son ellas, frente a los silencios y huidas masculinas, las que valientemente se posicionan en pie de paz y hacen lo imposible por entenderse desde sus respectivos dolores. El hermoso ejercicio de la traducción sin el que no es posible construir la siempre imperfecta, que diría mi añorado Paco Muñoz, paz social. Es decir, esa suma de equilibrios inestables en la que cohabitan derechos y obligaciones, memoria y perdones, diferencias y solidaridad, a la que en algún momento podríamos llamar democracia.
Patria nos da pues una radical lección sobre cómo deberíamos ir reparando daños, acercando orillas y haciendo real el mandato según el cual la dignidad, los derechos inviolables ligados a ella y el libre desarrollo de la personalidad son el fundamento del orden político y de la paz social (art. 10.1 CE). Un horizonte ético y emancipador que solo empezaremos a vislumbrar cuando seamos capaces de incorporarar a lo público la gestión pacífica de los conflictos, la ternura como herramienta política y la horizontalidad como escenario en el que reconocer nuestras diferencias. Solo pues cuando la patria empiece a ser matria podremos creernos el final de la novela. Esa mañana abierta al futuro en la que al fin hayamos entendido que la paz no es posible sin el reconocimiento previo de nuestra vulnerabilidad y, por tanto, de la empatía que nos hace iguales. O, lo que es lo mismo, mientras no vayamos más allá de lo que la razón unilateral masculina nos vende en forma de religiones seculares y nos distanciemos críticamente de las identidades que pueden asesinar a otros y hacer que nosotros mismos nos suicidemos. Una aventura que podríamos empezar leyendo y releyendo la novela que Aramburu nos ha regalado como una historia de seres humanos atrapados en los monólogos y la sinrazón. "El encuentro se produjo a la altura del quiosco de música. Fue un abrazo breve. Las dos se miraron a los ojos antes de separarse".
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