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LOS MEDICOS DE LOS VAGABUNDOS

IDEAL.ES

A sus 76 años, el doctor Antonio Alonso, exdirectivo del Insalud, pasa consulta gratis a diario a decenas de drogadictos y sin techo en una discreta consulta junto al comedor de San Juan de Dios


Los médicos de los vagabundos
El odontólogo Pablo Herrera extrae una raíz a una persona sin hogar mientras es ayudado por el prior de San Juan de Dios, Juan Jesús Hernández. :: ALFREDO AGUILAR
La realidad es dura. Pacientes que huelen muy mal, la mayoría de ellos sin higiene, que tienen la cabeza ida y se ponen agresivos en cuestión de un segundo, portadores de sida o que sufren enfermedades de transmisión sexual. Así son los enfermos que atiende a diario y de manera altruista el doctor Antonio Alonso Hita, jubilado, pero con unos 76 años que han noqueado en su rostro y en su discurso cualquier atisbo de desesperanza o cansancio. La energía y la bondad arquean continuamente sus blancas cejas mientras narra cómo se siente desempeñando desde hace seis años esta peculiar y generosa tarea. El doctor que ahora ayuda a los vagabundos y los trata con un respeto reverencial -«los sábados y los domingos también si hace falta»- fue en 1979 el primer director provincial del Insalud y durante cuarenta años ejerció la medicina general en Churriana, a pesar de tener dos especialidades, cardiología y medicina interna.
«Voy un día a la semana al Banco de Alimentos y el resto acudo aquí, a San Rafael, a pasar consulta. Es que estaba acostumbrado a moverme antes de la jubilación... Y si te digo, esto me gratifica más que cuando me pagaban por atender a mis pacientes. Antes trabajaba por un sueldo y estaba encantado con aquello y con los vecinos de Churriana. Pero esto me llena más porque es voluntario y esta gente está más necesitada. No tienen otros medios. Te vuelcas más. Vienen sin papeles, sin nada. No les pedimos explicaciones, solo les damos lo que precisan dentro de nuestras posibilidades», narra el entusiasta galeno, rodeado de un equipo de voluntarios como él que forjan la existencia de este hospital de día donde se pasan más de 2.000 consultas generales al año.
El doctor describe sin alterarse que por su modesto despacho desfilan todas las patologías que uno se pueda imaginar. Los ropajes de sus pacientes son modestos, a veces harapientos, pero sus virus y sus bacterias son ostentosos.
«Estas personas llegan en unas condiciones físicas muy malas. Casi todos están un poquito tarados de la cabecilla y tienen enfermedades infectocontagiosas. Curamos sus heridas, auscultamos, hay mucho sida, enfermedades sexuales, se han dado casos de tuberculosis, hepatitis muchas... Aquí no hacemos analíticas. Por la clínica que presentan vamos abordándolos y si no podemos atenderlos al completo les damos un volante para que vayan a los hospitales convenientes o a Madre Red, si están embarazadas...», explica el filántropo, parapetado detrás de unos guantes y una mascarilla. Las medidas de seguridad que toman son importantes, aunque nadie parece ejercer la tarea con inquietud o desasosiego. Las sonrisas y la amabilidad son moneda de cambio común entre los sanitarios y sus usuarios.
«No creo que me pase nada»
«Don Antonio». Así se dirigen al médico los miembros de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, promotora de esta iniciativa ubicada en los bajos del hospital de San Rafael y justo enfrente del comedor social de la entidad. Don Antonio -pues- cuenta que no tiene miedo, que ya está inmunizado. «Si después de tantos años no me ha pasado nada, no creo que me pase. Hay que tener un poquillo de precaución solamente», dice quitándole hierro al asunto. Entonces, aprovecha la ocasión para pedir a los ciudadanos que donen medicamentos -incluso las cajas abiertas, pero sin caducar- para que su labor pueda seguir adelante. Lo que más emplean -enumera- son analgésicos, balsámicos, antibióticos y vitaminas.
A pocos centímetros de la consulta general, mientras por el habitáculo desfilan toda suerte de individuos -incluida una sin techo a la que el enfermero Miguel Díaz le corta las endurecidas uñas de los pies-, se ubica el despacho de Odontología, presidido por una mesa de operaciones cedida por La Caixa.
En ese cubículo especializado en los males de la boca, la veteranía deja paso a la juventud y Pablo Herrera, sin quitarse la mascarilla, habla desde la fortaleza y la bondad que le procuran sus 24 años. Por sus bisoñas manos pasan las encías de drogadictos, inmigrantes desestructurados, prostitutas y esos dementes que a veces vociferan por las calles sin saber muy bien a quién dirigen sus furibundas plegarias. Sus alientos y sus piños son la antítesis del anuncio de Profidén. Pablo cuida de ellos.
La tarea que desempeña este odontólogo de ojos azules ha sido abandonada en reiteradas ocasiones por otros especialistas de la capital que intentaron ser los dentistas de los sin techo, pero no soportaron la crudeza del encargo. «Yo llevo unos tres meses viniendo a diario. Antes había ejercido en una clínica dental, pero esto me pilla cerca de casa y acudo porque incremento mi experiencia y ayudo a la gente. Me siento muy realizado. A veces es muy duro, pero bueno, es parte de la profesión», narra modestamente el especialista, ya acostumbrado a extraer piezas dentales y raíces carcomidas por los narcóticos, a realizar pequeños empastes o a aconsejar a sus depauperados pacientes sobre la higiene de sus dientes. Suelen hacerle caso omiso.
«Dadle un calmante»
Cuando el último 'cliente' de Pablo, un joven magrebí con cara desafiante, sale por la puerta después de haberle arrancado una raíz dental, el prior de la Orden Hospitalaria en Granada, Juan Jesús Hernández, cae en la cuenta: «Oye, ven». «Dadle un calmante», ordena a los demás sanitarios presentes, que obedecen diligentemente al «páter», como lo llama afectivamente el doctor Alonso Hita.
Juan Jesús Hernández, ese hermano que se cubre los hábitos con una bata de médico y que ha sacado muelas inmundas cuando nadie quería hacerlo, impulsó hace lustros -«llevo unos 22 años haciendo esto»- este hospital para los pobres de solemnidad en pleno centro de Granada. El religioso, titulado en Enfermería y doctor en Nutrigenómica, observa la dinámica del centro, se siente orgulloso de él y se remanga los ropajes en cualquier momento para curar a sus pacientes, darles un afectuoso abrazo o regañarles por no cumplir las normas. Parece como si todos los voluntarios de esta clínica que no mide ni cincuenta metros cuadrados tuvieran el olfato y el egoísmo atrofiados.
El prior es el páter y don Antonio el jefe y ambos dan las gracias a las farmacias del 'Perpetuo Socorro', a Cáritas y a otra botica de la Plaza de Toros por proveerlos de fármacos y materiales necesarios.
En las estanterías hay unos cuantos tranquilizantes de manera testimonial. Cuando la cosa se va de madre y ni los médicos, ni las buenas palabras ni las pastillas combaten la ira de algún enfermo, se requieren los servicios del guardia de seguridad. «Eso pasa a veces, pero son las menos», justifica el galeno.
Acaba el jubilado de atender a Juan, de 46 años, un individuo que parece ido de la cabeza. «Tengo una pensión no contributiva, vivo con un amigo y soy usuario del comedor social». Repite sus palabras una y otra vez sin borrar la sonrisa y la mirada perdida de su rostro.
Condones y jeringuillas
Mientras está la periodista delante, Juan no coge ningún condón ni ninguna jeringuilla de las que reposan en la mesa de entrada de la consulta para que los pacientes prevengan su contagio de ciertos males. Ni siquiera conocen los reporteros si Juan será o no uno de los usuarios de esas medidas asépticas. Pero sorprende positivamente que en unas dependencias vinculadas a la Iglesia se provea de ese material imprescindible para los vagabundos y adictos. «Mira, mira -señala orgulloso don Antonio los profilácticos y las inyecciones vacías-, qué sentido común y bondad tienen estos religiosos».
Said, anestesiólogo sirio que ejerció en San Rafael hasta su reciente jubilación, es otro de los especialistas que prestan sus servicios para estas personas desestructuradas. «Vengo dos veces en semana y algún sábado. Paso consulta, pongo una anestesia o lo que haga falta. Esto me ayuda mucho espiritualmente», narran el musulmán con una dentición refulgente enmarcada en una plácida sonrisa. «La religión no tiene nada que ver en esto, ayudar a los demás está por encima de todo y es muy importante», zanja el doctor, flanqueado por el «practicante pensionista» Miguel Díaz y por la joven enfermera Maite.
«No me importan los pacientes, sino el ejercicio correcto de la profesión, que me encanta y es vocacional, así que estoy encantada», argumenta la única mujer del equipo cuya presencia entre los más necesitados se ciñe a las mañanas de los martes y los jueves «más algún sabadillo de guardia».
«Somos maestros botadores»
Se despiden don Antonio, el páter y el joven dentista con aire bromista y diciendo que son «maestros botadores», en referencia al botador, ese instrumento que se utiliza en la extracción de las piezas dentales para separar ligeramente la encía y producir la luxación del diente en el alveolo. Mientras ellos le quitan dramatismo al asunto, sus pacientes les dan las gracias y les lanzan miradas como pidiendo perdón por llegar al estado decrépito en el que están. Esas disculpas en lenguaje no verbal son innecesarias. Aquí, en esta consulta, nadie juzga a nadie.
«Damos unos 690 potitos al mes a las familias con hijos pequeños. De vez en cuando viene un pediatra, pero desde que detectamos algunos casos de tuberculosis en adultos preferimos que los niños no vengan aquí. También repartimos, al margen del comedor social, unas 94 unidades de complementos alimenticios a adultos que están malnutridos. Mira, mira las estanterías... Pero hay que seguir llenándolas», espeta el antiguo médico de Churriana, pedigüeño bien amaestrado por los componentes de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, donde ha encontrado la manera de canalizar toda su bondad interior. Este es aquel médico de pueblo que cuando salía con sus amigos -según cuentan los mismos- siempre decía que la copa o la comida se la tomaran en Churriana porque así estaba más cerca de la gente por si surgía algún problema y lo necesitaban

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