LA VERDAD DE MURCIA
Los vecinos de La Viña, la 'zona cero' del terremoto, se han acostumbrado al runrún de las excavadoras y al golpeteo de las taladradoras
A María su abuela no le canta nanas. Aunque si se las cantara, difícilmente llegarían a sus oídos porque el runrún de las excavadoras y el golpeteo de las taladradoras lo llenan todo. La pequeña de seis meses está al cuidado de su abuela, que la pasea cada mañana mientras es mecida por el ruido.
Su recorrido está marcado por los distintos escenarios de la reconstrucción: primero, visitar la obra de la casa de sus abuelos, que está bastante avanzada; en segundo lugar, la de sus padres, que hace apenas unos meses pusieron la primera piedra del nuevo edificio; y en tercer y último lugar, acudir hasta el solar vacío que dejó la iglesia de Cristo Rey cuando un edificio cercano que estaba siendo demolido por los daños del terremoto cayó sobre el templo.
Allí, María, la abuela de la pequeña María, se persigna y hace lo propio con su nieta. Esta mujer de poco más de sesenta años no puede evitar un suspiro mientras hace un alto en el camino. «Sabe -cuenta-, hay muchos bebés que se despiertan cuando cesa el soniquete de la reconstrucción. Los fines de semana tengo que poner la televisión muy fuerte, porque si no María no se queda dormida», relata.
Se cruza con algunas de las vecinas que tenía antes y el tema de cómo van las obras de sus viviendas ocupa la mayor parte de la conversación. María les cuenta que por fin su hijo Salvador ha encontrado trabajo y se ha marchado con su mujer y su hijo de tres años a vivir a una casa de alquiler al barrio de San Cristóbal, pero que su hija Ana y su familia aún viven con ella y su marido, hasta que terminen su nuevo hogar.
En La Viña, la conocida como 'zona cero' del terremoto, hay una nueva figura. Son los 'guardianes'. Juan y Manuel ocupan su tiempo en estos menesteres tras haberse jubilado coincidiendo con el terremoto. Su jornada comienza cuando se inicia la de los obreros que reconstruyen los edificios de este barrio. A esa hora se toman un café en el bar de la esquina y se sientan a observar cómo sus futuros hogares van alzándose hasta lo más alto del cielo. El ruido apenas deja mantener una conversación, pero ellos más que disgustarse están encantados. «¡Qué va a molestar! Este ruido sabe a gloria, no ve que La Viña se levanta de sus cenizas», afirma tajante Manuel. Y Juan proclama: «Los fines de semana no puedo dormir la siesta. Parece que me falta algo y yo creo que es el ruido que hacen los camiones entrando y saliendo, y el golpeteo de las taladradoras. Se nos ha hecho el cuerpo a esto y va a ser difícil acostumbrarnos cuando todo termine».
En La Viña todos se han vuelto madrugadores. Poco antes de las ocho de la mañana comienza la jornada laboral, que no termina hasta bien entrada la noche. Se aprovecha la luz hasta sus máximos y en muchas obras pasadas las diez de la noche aún los focos iluminan el trabajo que realizan electricistas, fontaneros, carpinteros...
Los obreros no cantan, ni tiempo les queda para ello, y hasta su peculiar forma de piropear parece estar en vías de extinción. José, andaluz de nacimiento, lleva trabajando en Lorca desde el terremoto. Primero se 'enganchó' en las tareas de emergencias, colocando puntales en los edificios que hacían equilibrio en las primeras semanas.
Más tarde, entró a trabajar en una empresa constructora que ya le tiene en plantilla. «Echamos una media de doce horas, pero descansamos para almorzar, comer y cenar», asegura, para quejarse del sueldo. «Cobramos mucho menos que antes de la crisis, pero tampoco es momento para poner pegas, porque por lo menos tenemos trabajo».
Entre risas cuenta que tiene tres capataces. «El de la obra y los dos abuelos que tenemos allí arriba, que hasta nos hacen indicaciones de cómo tenemos que hacer el encofrado». Asomando sus caras por la rejilla de la valla aparecen Jesús y Fernando, que dedican sus ratos de ocio a seguir el movimiento de los obreros. Y desde bien temprano, pequeños que arrastran sus carteras camino del cercano colegio y que aprovechan su paso por el lugar para dar algún grito en favor de su equipo de fútbol.
Muchos niños han vuelto al barrio tras el arreglo de las viviendas que resultaron dañadas, pero aún faltan muchos más por llegar. Viven, junto a sus padres, de alquiler o en casas de familiares hasta que sus viviendas vuelvan a levantarse. Las calles que antes estaban vacías de pequeños van llenándose poco a poco, pero todavía se echan de menos sus risas. «Mira que nos hemos quejado del follón que liaban, de la pelota dando una y otra vez en la fachada de la tienda... Y, ahora, es algo que echamos de menos todos», asegura con tristeza Isabel María.
En La Viña los edificios emergen de entre las grúas a un ritmo que permitirá en solo unos meses que cientos de vecinos vuelvan a sus hogares. Pero durante todavía mucho tiempo el ruido no cesará, aunque no importa, porque es -como dicen- el sonido de la reconstrucción.
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