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Cada vez hay más casos de adolescentes que denuncian en los juzgados a un progenitor porque «se le escapa un cachete o un insulto»
No es desproporcionado que un padre se enfrente a un año de cárcel por dar una bofetada a su hija? Esta es la pregunta que se hace María José Andrés, la abogada de un progenitor zaragozano que está a la espera de que esta semana un juez se pronuncie sobre un delito de violencia doméstica del que se le acusa. El padre propinó una bofetada a su hija de 16 años con la intención de corregir su actitud de rebeldía. «Ella le exigió que pagara los 140 euros que costaba la pantalla de su móvil, que se había estropeado -explica la letrada-. Ante la negativa del padre, la hija comenzó a insultarle y a dar golpes, hasta el punto de que rompió una puerta. Mi cliente ha reconocido que le dio una bofetada para corregir ese comportamiento. Pero el fiscal pide la pena máxima de un año de prisión y tres años de alejamiento y de privación de comunicación por un delito de violencia doméstica». A María Jesús no le cabe en la cabeza, más aún cuando no se ha producido ningún tipo de lesión.
Casos como este ya no son tan extraños en los juzgados, como reconocen algunos abogados consultados por ABC. «Hay cierto incremento de denuncias de los hijos hacia los padres porque al progenitor se le escapa un cachete, una bofetada o insultos. Suelen denunciar adolescentes de 13 a 17 años», afirma Gonzalo Pueyo, presidente de la Asociación Nacional de Abogados de Familia.
Si ya casi nadie duda de que la letra con sangre no entra y de que los menores tienen derecho a denunciar y reclamar, lo que está en juego muchas veces es hasta dónde pueden corregir los padres a sus hijos en determinadas situaciones y dónde se encuentra el límite. Y a la luz de algunas investigaciones que se han realizado, muchos progenitores lo tienen claro a pesar de lo que diga la ley y de lo que recomienden pedagogos y psicólogos. En un reciente estudio se preguntó a más de mil universitarios españoles si a la edad de 10 años les habían pegado algún cachete: el 60% dijeron que sí. Una cifra que coincide con una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de 2005, uno de las pocas que existen sobre este asunto: seis de cada diez adultos (59,9%) creen que dar un azote a tiempo a los más pequeños evita mayores problemas en el futuro.
Cambios legislativos
En España los padres ya no pueden «corregir moderada y razonablemente» a sus hijos, como rezaba en los artículos 154 y 268 el Código Civil. De esta forma, acciones como un cachete o una bofetada tenían cierto respaldo legal. Estos artículos fueron derogados en 2007 en una disposición adicional de la ley de adopciones internacionales. En su lugar, el nuevo texto que regula la patria potestad no solo elemina la posibilidad de corregir con un azote a los hijos, sino que indica cómo los padres deben reprenderles: «Con respeto a su integridad física y psicológica» y «de acuerdo con su personalidad».
Ahora, el hecho de pegar un cachete o una bofetada a un hijo constituye un delito de violencia doméstica regulado en el artículo 153 del Código Penal y sancionado con una pena de prisión de entre tres meses y un año.
Indudablemente, la adolescencia puede sacar de quicio tanto al adolescente que está sufriendo los cambios como a los padres. Y bajo ningún motivo se puede tolerar un maltrato a un menor. Sin embargo, como se pregunta la abogada María José Andrés, «¿por qué se tratan con las mismas sanciones una bofetada puntual y un maltrato reiterado?».
Hay otro fenómeno a considerar: los castigos físicos durante años consentidos han dejado paso a una generación de chavales que no conocen límites y no toleran la frustración. Y eso lo reconocen abogados, padres, profesores, psicólogos, pedagogos... «Muchos adolescentes, cuando no están conformes con los límites que les imponen los padres y estos les dan una bofetada, les denuncian. Eso llega a los tribunales, a veces con fundamento y otras no», asegura Juana Balmaseda, abogada de la subcomisión de violencia de género del Consejo General de la Abogacía Española.
El contexto
En los procesos de separación y divorcio hay que tener más cuidado. «Una bofetada puntual puede ser alegada contra el progenitor custodio diciendo que castiga a los hijos con mucho rigor. También los niños llegan a ser grandes manipuladores para obtener lo que quieren, utilizando a uno u otro cónyuge y diciendo ?mi padre o mi madre me han pegado?. Hay que ver en qué contexto se hace: el padre que pega un cachete porque el niño le ha sacado de quicio por una rabieta, el niño que no tolera la frustración y tiene reacciones explosivas... No son situaciones peligrosas, no es maltrato», dice Balmaseda.'
Educación y diálogo son las claves para evitar el conflicto, pero «hoy muchos padres se ven sin armas, indefensos para dar pautas educativas. Los padres no podemos dejarnos chantajear por los hijos ni educarlos con miedo, tienen que ejercer su autoridad. Si un adolescente quiere salir hasta las tres de la madrugada y amenaza con denunciar al padre porque no le deja, quizá ese padre tenga que decirle: ?Pues ahora vamos los dos a la Policía?», defiende Javier Urra, psicólogo y director del programa para padres e hijos en conflicto Recurra. «Una bofetada no es eficaz ni resulta pedagógica, pero una bofetada a destiempo nunca se puede equiparar a maltrato», opina.
Lo peor no es el dolor de la bofetada, como sostiene Balmaseda, sino el hecho de que «un niño denuncie a su padre. Es, desde el punto de vista familiar, una forma deficiente y muy dolorosa de manejar el conflicto. Eso deja tremendas consecuencias».
«Fuerza física no aceptable»
Ni cachete, ni torta, ni azote, ni bofetada ni coscorrón... Así no se corrige ni enmienda una conducta inapropiada de un hijo. «Recurrir a la fuerza física con un menor es poner de manifiesto el límite de nuestra inteligencia, la debilidad de nuestro carácter», afirma Jorge Casesmeiro, pedagogo y director de psicopaidos.com.
«El uso de la fuerza física como recurso educativo es un comportamiento pedagógicamente inaceptable», insiste. Nada bueno puede aportar a un niño una bofetada: «Puede reforzar una pauta de inhibición y sumisión ante las figuras de autoridad, o bien excitar una tendencia a la rebeldía, o el niño puede aprender que los conflictos se resuelven con violencia».
A esos padres que creen que los azotes a tiempo evitan problemas mayores, Casesmeiro les recomienda: «El padre que golpea a su hijo por una crisis de rabia debe trabajar de dónde viene esa rabia y qué puede hacer para ganar en serenidad y madurez. El que usa la fuerza por convicción debería, además, reevaluar sus principios».
Pautas para el castigo
La adolescencia es un periodo de desarrollo personal que tiende a relacionarse con la rebeldía. Cuando los hijos se comportan de una manera inadecuada, muchos padres caen inmediatamente en la rutina de imponerles castigos, haciendo que, poco a poco, formen parte de su día a día. Sin embargo, los expertos apuntan que tan contraproducente es poner muchos castigos como recurso educativo como no ponerlos.
Una sanción debe entenderse, no como una medida disciplinaria, sino como una fórmula para lograr que el adolescente reflexione sobre lo que ha hecho mal y evitemos así que la situación se repita.
Según Begoña del Pueyo y Rosa Suárez, autoras de «La buena Adolescencia», antes de imponer un castigo hay que tener en cuenta que solo suele tener un efecto temporal y transitorio sobre la conducta del joven. El intento de cambio personal tiene que compensarse con otras medidas muy positivas.
Recomiendan a los padres buscar las causas y escuchar las justificaciones de esa acción negativa que se intenta corregir. Y, sobre todo, dejarle bien claro al adolescente que «se censura el pecado, no al pecador».
Estas expertas recuerdan que el castigo no puede ser humillante. «Hay que salvar su autoestima. El castigo no debe dejarle en mal lugar delante de sus hermanos y amigos, y debe ser proporcional a la falta que ha cometido, teniendo en cuenta su edad. No es lo mismo un acto cometido por precipitación o imprudencia que un acto que tenía mala intención».
Añaden que lo ideal es conseguir que la sanción sirva para restituir lo que se ha hecho mal, por ejemplo, quedarse a estudiar un fin de semana si ha suspendido. Además, no hay que permitir que el castigo a un hijo afecte al resto de la familia (quedarse sin vacaciones, sin salir...). «Y, ante todo, nunca se debe castigar retirando el afecto», advierten.
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